Ya muchos me han dicho que no leen los textos muy largos y que es una lata, pero es que hace pocos segundos este me arrancó unas lagrimas y espero que los que lo lean y no conozcan la escuela de arquitectura de la ucv encuentren "algo" en él de lo mucho que yo aprendí allí, y que hoy justamente he estado recordando con tanta añoranza y para los que si la han vivido los invito a la pag que ahora tiene podcast del taller de america (ja, y nosotros que teniamos que tomar apuntes con nuestras propias manitos)...
Palabras del poeta Jaime Reyes.
Señor Vice-Gran Canciller de la P. Universidad Católica de Valparaíso, monseñor Jorge Sapunar, Señores Oficiales de la Armada de Chile, Señor Presidente del Club de la Patagonia don Alfonso Bernales, Señor Director de la Escuela de Arquitectura y Diseño de nuestra Universidad, Don Arturo Chicano, Estimado Boris, Profesores, alumnos, ex alumnos y amigos.
Quisiera presentar este libro contando una fábula. Todas las fábulas tienen una moraleja y ésta es especialmente trascendente porque sus implicancias se llevaron vocaciones y hasta la vida por delante.
Quisiera dedicar la fábula a un poeta.
La dedicatoria dice que hace exactamente un mes navegábamos en el AP-41 Aquiles de la Armada de Chile, desde Valparaíso hacia Puerto Chacabuco. Entramos al archipiélago a través del Canal de Chacao. Durante la travesía, y reunidos sobre la cubierta de vuelo o en el salón de la gente de mar, leímos varios pasajes de “Aysén, Carta del Mar Nuevo”. Entonces contamos y oímos las aventuras que nacieron y fueron realizadas bajo la luz inaudita y perfecta de ese poema. Mientras esto hacíamos; enrrumbados hacia el fin del mundo para llevar a cabo un nuevo intento de construir poéticamente la vida, el poeta Ignacio Balcells -autor de la Carta- moría en Santiago.
La Fábula.
Todo comenzó hace ya muchos años, cuando un amigo de nuestra Escuela –al que llamaremos Juan- le hizo una invitación a un Taller de Diseño de Objetos. La invitación consistía en ir hasta un lejano país. Un país que nace justamente desde esta ciudad hacia el sur. Un país que llamamos Trapananda. Íbamos a abrir un terreno que otra universidad tenía en los alrededores de Puerto Raúl Marín Balmaceda. Nuestro amigo Juan llegaría hasta el lugar algunas semanas antes que nosotros y despejaría un claro en la selva para que pudiésemos instalarnos.
Navegamos desde Quellón con la Armada, a bordo de un barco que ya no existe: la Cirujano Videla. Era el barco que hacía la ronda médica en las lejanías apartadas que habitan los colonos. Arribamos al mediodía de un domingo soleado y esplendente. Desembarcamos en zodiac hasta donde creíamos que era el lugar. Cuando ya teníamos todo en la playa apareció Juan… no era esa la playa. Finalmente llegamos al lugar correcto. El claro despejado en la selva era una especie de ladera muy empinada. Nuestro profesor nos pidió hacer un muro de contención en la base de la ladera y rellenar hasta nivelar. Faena larga que concluímos ya de noche y apenas calculamos que cabía nuestra gran carpa aula (para unas 50 personas) rodeada de nuestras carpas individuales. Al amanecer comenzó a llover torrencialmente, y ya no se detuvo nunca más. Hicimos el campamento. La obra proyectada era una estación base consistente en una pequeña caseta levantada en palafitos sobre las rocas al borde del mar. La estación poseía un pequeño muelle flotante que se conectaba a la caseta a través de una escala-puente que pivoteba para jugar con las diferencias de la marea. Llevábamos unas planchas de zinc, algunas piezas de fierro y nuestras herramientas. Toda la madera, que era el material principal de la obra, debíamos obtenerla del bosque.
Con el pasar de los días –y de las aguas- el terreno despejado se convirtió en un lodazal profundo. El suelo de nuestra carpa aula era un río, la mitad barro, la otra mitad piedras. Las carpas individuales comenzaron a sucumbir una a una, lenta pero decididamente.
El primer domingo, justo después de una semana desde nuestro arribo, salió el sol,y el campamento se desplegó en un enorme manto de cientos de ropas mojadas. Uno de nuestros compañeros usó todo su domingo –el día de descanso- en construir un camastro de palos para posar su carpa. Al día siguiente continuó el diluvio y su carpa se sumergía, esta vez para siempre, con camastro y todo, en eso que osamos llamar suelo en Aysén. Dentro de la carpa mayor cocinábamos, hacíamos nuestras comidas, descansábamos un poco de la lluvia. Dentro de esa carpa el pañol de herramientas yacía bajo una posa de agua turbia, cuando alguien pedía una herramienta el pañolero sumergía la mano y, nadie sabe cómo, sacaba lo solicitado. Nuestra despensa también quedó sumergida… recuerdo especialmente, no se por qué, los repollos.
Entonces nos convertimos en náufragos. Un compañero, cada noche después de la cena, sacaba una foto tamaño carnet, la apoyaba en el tacho del café y mirándola con un dejo de abandono, escribía con plumilla y tinta largas y melancólicas cartas de amor. Una tarde cualquiera, en medio de las faenas, un compañero comenzó a gritar deseperado:
-¡Me quiero iiiir… sáquenme de aquiiiiiiiií… nooooooooo…!
Lo calmamos como mejor pudimos. Se quedó el resto de la tarde sentado sobre una roca y bajo la lluvia, mirando fijamente a la nada.
La marea baja dejaba una pequeña playa de piedras. En las noches hacíamos un fuego y nos sentábamos a conversar y a fumar, pero pronto la marea nos iba quitando la playa, para terminar las veladas de pie, con el mar en la frente y la selva impenetrable en la espalda.
Nuestra única comunicación con el mundo era un kayak de lona plástica para dos personas. Una noche se lo llevó la marea. Por no se sabe qué clase de fe extraña, algunos compañeros salieron a buscarlo bordeando la costa… De pronto los vimos entrar remando por la pequeña ensenada.
El último día de faenas salimos en un grupo a buscar algunas maderas faltantes. Un bote nos repartió por la costa. Sólo recuerdo estar sentado sobre un árbol, bajo los ramajes siempre mojados, y oir el llamado del bote cuando vino a recogernos. No se cuántas horas pasaron, pero no saqué ni un solo árbol. Al resto del equipo le sucedió exactamente lo mismo.
Al día siguiente era domingo y era el banquete final. Día de sol magnífico. Llegaron gentes desde toda la comarca; colonos, carabineros, la tripulación de la Cirujano Videla. Nosotros ya no teníamos nada, pero almorzamos una vaca entera al palo, bebimos buen vino. Y entregamos la obra. Dejamos allá a uno de los nuestros; quedó solo terminando detalles.
De regreso en Viña montamos la exposición de final de semestre. En la lámina de un compañero, de un alumno, había una observación radical. Decía que habíamos cometido un error fundamental: pretendimos acampar y vivir en la selva, asolamos, aplanamos y allanamos la tierra para intentar instalarnos; y la Trapananda había cobrado su precio. Lo lógico, decía él, era haber construido una gran balsa o plataforma flotante para habitar sobre el mar. Esa indicación se convirtió en mandato de destino; ese día comenzamos a ver el mar de Aysén con nuevos ojos, ese día oimos el canto poético de Balcells con oídos otros, ese día comprendimos que la aventura recién estaba naciendo.
La moraleja de la fábula tiene dos partes. Una parte está posada justo aquí enfrente y se llama Embarcación Amereida. La otra parte es la épica de la fundación de un mar nuevo, y está contenida en este libro.
Gracias.
Fotos: una mia y la otra de la Biblioteca del Congreso
Es cierto, me lo loí pero de a poco, ya que hay que tener tiempo para posteos muy largos.
Saludos
Por que el titulo del post se llama Trapalanda, pero en el post, se nombra Trapananda.
Recuerdo que cuando estuve en Coyhaique, haciendo el servicio militar, un himno hablba de la trapananda, como sinonimo de la alejada patagonia...
Saludos, y cambia el fondo donde comentar que no se ve nadam y estoy tecleando de memoria
¿ Vieron el libro Trapalanda ?, esta muy bueno, parece una novela pero a mi me parece que la historia es cierta.
Habla de Musters que buscaba la ciudad de los Césares y de la Ciudad de Trapalanda.
Me lo presto un amigo, es de editorial Distal.
Saludos, Pedro